Otoño es el tiempo de marcar los terneros, según la vieja
usanza. Es una de las costumbres que refleja la tradición ganadera cordillerana
por excelencia y, por supuesto, la faena se convierte pronto en una fiesta y la
jornada finaliza con asado con cuero, taba, acordeón y baile.
Desde temprano, unos 20 apialadores desensillan junto al
corral donde comenzarán a revolear sus lazos para voltear los terneros nacidos
en la primavera anterior, los que serán marcados durante la mañana. Según
su propio testimonio, no son “más de 10 o 15 las familias que siguen haciendo
la marcación como en los viejos tiempos. Ahora es mucho más fácil meter las
vacas a la manga, incluso se ahorra mucho tiempo”.
En otro lado, “esto sería un show para los turistas, donde
habría que pagar una entrada, pero nosotros preferimos mantenerlo así, un
encuentro para la familia y los amigos, donde el mayor orgullo es mostrar un
lazo, la mansedumbre de un caballo o el filo de un buen cuchillo para cortar un
asado de degolladera, un verdadero manjar que en el pueblo no se conoce”,
reflejó Rubén Coronado, “gaucho como el que más”, como se define.
El método de pialar la heredaron de sus abuelos colonos, que
la trajeron hace un siglo desde Chile, y que en esta parte de la geografía
argentina se amalgamó con las técnicas aportadas desde el Lejano Oeste por los
cowboys contratados por la estancia inglesa para amansar sus caballos, y que
tuvo en Butch Cassidy y su pandilla a sus mejores exponentes, quienes vivieron
por varios años en Cholila.
Todo comienza cuando los dueños de la hacienda se meten a
caballo entre la tropa y –uno a uno- atrapan los becerros que hacen correr
entre una fila de hombres que hacen cimbrar sus lazos. Solo vale cuando el
ternero cae de bruces enlazado de las manos, entonces es volteado y entre
varios lo sujetan mientras desde un costado llega corriendo el encargado de
colocar la marca al rojo en uno de sus cuartos. Enseguida, otro procede a
señalarlo con precisos cortes de cuchillo en las orejas. Una vez cumplido, lo
sueltan para que vuelva junto a su madre. Así, uno a uno, hasta completar la
tropa.
Luego de separar la hacienda para la venta, el resto de los
vacunos partirá hacia las invernadas para completar el ciclo de engorde.
El lazo trenzado -de 4 o 6 tientos con el cuero crudo del
cogote de un toro-, que cada uno desenrolla en el corral; así como la destreza
de los perros y la docilidad de su pingo, son herramientas todavía rescatadas
de cada actividad campera y ponderadas por los conocedores.
El trabajo termina al mediodía, cuando desde el fogón llaman
a degustar varios asados con cuero de una vaquilla carneada especialmente para
la ocasión, a lo que se suman una cincuentena de parientes de distintos pueblos
de la comarca, que han transformado el acontecimiento en una comunión anual
impostergable.
Ya con el hambre saciada, la charla se prolonga con
anécdotas sobre cacerías de chanchos jabalíes, cuadreras pasadas y compromisos
de encontrarse a la semana siguiente en otra marcación en cualquier rincón de
Cholila, esta vez donde Bonansea, Guzmán, Alarcón o Eldahuk.
Un rato después alguien arma una cancha de taba, donde todos
prueban suerte por monedas; mientras las mujeres largan su propia mesa de
naipes y desde el fondo comienzan a sonar un acordeón y una guitarra, con
rancheras y chamamés que varias parejas bailarán.
Ya sobre el anochecer, son varios los gauchos que vuelven a
ensillar sus caballos y emprenden la retirada, sin otra recompensa que “el
orgullo de sentirse apialador” y partícipe de una tradición que se va
extinguiendo con la modernidad.
Con las mismas costumbres, el ritual se prolonga con los
Vergara y Calfulef en la Costa del Río Azul; los Fernández, Vigueras y
Bahamonde en El Turbio; los Sepúlveda en El Foyel; los Sirvent en Mallín
Ahogado; los Vilpán, Soulé, Jhon y Montero en El Manso, todas familias
ganaderas que hacen sus marcaciones al comenzar el otoño.
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